Siempre me ha gustado programar porque me permite domesticar la máquina y resolver acertijos con código. Descomponer un problema en piezas cada vez más pequeñas, mirar un sistema hasta que la forma del bug se revela y rastrear entre cientos de archivos hasta encontrar lo que falla genera una satisfacción parecida a la que dan los crucigramas o los rompecabezas.

Mi manera de aprender influyó mucho en ese placer. Soy autodidacta; nunca fui buen estudiante en las clases formales de programación, y aprender por fuera de la ruta tradicional me obligó a leer mucho código ajeno, desentrañar decisiones y desarrollar una autosuficiencia terca. Esa trayectoria me dio perspectivas y ventajas que de otro modo no habría tenido.

El software de código abierto fue central en ese camino. Aprendí gracias a él y devolver algo a la comunidad siempre me ha importado, no como un gesto para el currículum sino como reciprocidad. He recibido muchísimo de OSS y contribuir sigue siendo lo que más me enorgullece profesionalmente.

Durante años me llamé en broma programador a puño limpio porque solía escribir cada línea y pelearme con las limitaciones por pura obstinación. Pero esa relación con el código está cambiando. No me gusta demasiado el término vibe coding porque suena a pedirle a una IA y recibir algo ya hecho. Mi experiencia se parece más a la ingeniería de vibraciones: planificación, establecimiento de restricciones y gusto. Saber qué preguntas formular, cómo presionar y cómo detectar que algo huele mal son habilidades reales. Mucho esfuerzo se dedica a construir un plan de forma colaborativa y luego a interrogar la salida: por qué se hizo así, qué significa ese fragmento, qué supuestos están ocultos. El trabajo no ha desaparecido, simplemente sube de nivel.

Ese cambio lo viví de forma intensa trabajando en PAGI. No fue un proyecto surgido de un prompt casual. Pasé más de un año investigando, consultando con IA, leyendo bases de código, descartando aproximaciones que no funcionaban y convergiendo en una idea con sentido. Cuando empecé a escribir código serio ya había invertido mucho de mí en el problema. Al implementarlo, practiqué lo que llamo vibe engineering incluso en áreas complejas como código asíncrono y servidores web, temas en los que no soy experto total. El resultado fue intoxicante y real: un sistema que funciona y que creo aportará valor al ecosistema Perl OSS. Y aun así la sensación de logro fue algo hueca porque mi relación con el código cambió. Parte del código en PAGI no era algo que hubiera escrito íntegramente en aquel momento. Lo entiendo ahora profundamente porque revisé todo y planteé preguntas detalladas, pero sigue siendo distinto a haber tipeado cada línea desde cero.

Ese cruce de líneas plantea preguntas incómodas en open source. Esto es realmente mi trabajo. Cómo responder a los elogios. Si la IA es herramienta, colaborador o casi un escritor fantasma. A mí en realidad me importa poco el crédito personal; lo que me motiva es devolver utilidad a una comunidad que me dio mucho. Aun así hay incomodidad interna: los halagos por ingenio suenan raros cuando sabes cuánto se dialogó la implementación en lugar de forjarse a mano. No tengo respuestas limpias y no quiero fingir que las tengo.

Otro aspecto es aceptar que ya no necesito dominar todo. No tengo necesidad profesional de ser experto en construir servidores web seguros y de alto rendimiento. No fue una exigencia laboral y probablemente no lo será. En ese sentido, usar herramientas para abstraer complejidades de la programación asíncrona tiene sentido: queremos que programadores menos especializados puedan construir sin pasar meses dominando primitivas de bajo nivel. Aun así me pregunto si no habría sido más gratificante dominar esos temas a la vieja usanza, línea a línea y error a error. Es una tensión entre oficio, identidad y tiempo: estoy en la etapa final de mi carrera profesional y en menos de diez años probablemente entregue esto a otros, mientras siento una emoción por la programación que no tenía desde los 90 y a la vez un duelo silencioso por lo que cambia.

Hubo una experiencia que clarificó mi postura. En el trabajo tuve que traducir miles de líneas de Perl con deuda técnica a un sistema en Go. Era tedioso y desagradable. Aplicar ingeniería de vibraciones no me generó angustia existencial sino alivio. El coste de equivocarse era menor y la carga emocional más ligera. No sentí que perdiera algo significativo por no escribir cada línea a mano. Esa diferencia mostró que la incomodidad no es la IA en sí sino de dónde saco sentido.

Otra ganancia que tardé en valorar es la capacidad de pensar en voz alta sin paralizarme. Soy de los que se enredan en la arquitectura y temen elegir mal. Dialogar con una IA rompe ese bucle: externalizar ideas, explorar opciones y testar hipótesis hace que avance con menos ansiedad, sabiendo que una decisión equivocada se puede corregir sin el mismo coste psicológico. Es una alegría distinta, más discreta que el orgullo pero auténtica.

Hoy no tengo una definición clara de gran programador. Sigo orgulloso de mi trabajo en código abierto. Lo que siento como propio ya no es cada línea sino los problemas que elijo, el sesgo con que enfoco soluciones y la insistencia en arreglos pequeños pero sensatos y en interfaces simples y comprensibles. Esa alegría sigue viva aunque cambie de forma: menos soledad, menos necesidad de demostrar que puedo hacerlo todo solo y más énfasis en juicio, en encuadre y en detectar lo que falla aun sin haberlo escrito primero.

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En resumen, la alegría del código no ha desaparecido en la era de la ingeniería de vibraciones. Se transforma. Pide soltar algunas certezas sobre autoría y maestría y cultivar otras virtudes como el juicio, el diseño y la colaboración con nuevas herramientas. Yo sigo aprendiendo a convivir con ese cambio y a disfrutar de su nueva forma.

Nota del autor: este texto fue escrito de forma colaborativa con una inteligencia artificial. Yo hice el pensamiento; la IA me ayudó a dialogarlo y a pulir las palabras.